Envasaba minutos en frascos y los ponía a la venta. La gente se volvía loca por hacerse con uno de ellos, por comprar uno de esos frasquitos llenos de un bien tan preciado. Aunque en realidad el tiempo que adquirían era suyo, puesto que era el mismo que iban a vivir, pero el hecho de desembolsar dinero por él les proporcionaba una cierta sensación de libertad (¿ficticia?). Las decisiones nos pertenecen, y no las adquirimos en frascos, aunque sí puede que las guardemos en un gran contenedor en el que, en ocasiones, revolvemos con la esperanza de comprendernos a nosotros mismos.
Ilustración, A. Sánchez Zuluaga |
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