De repente suena la sirena de la Fundición, y aunque ya tendría que haberme acostumbrado a ese zumbido penetrante, que corta el aire, recorre la ciudad y atraviesa raudo los vanos de las ventanas ojivales de las torres de la catedral, cual si fuera el aullido lanzado por una gárgola de boca desencajada y cabeza disforme, siempre me sobrecoge como si lo oyera por primera vez. En mi habitación del asilo de ancianos se quiebra el silencio y, viejo poeta de la vida, presiento que el rugido de la sirena anuncia la llegada del ladrón del agua de la clepsidra.
Ese ladrón que espera agazapado en todas las mentes, pero que sólo hace su aparición en contadas ocasiones, o quizás en más de las que creemos escondido tras rugidos y zumbidos tan imaginarios como reales.
De repente suena la sirena de la Fundición, y aunque ya tendría que haberme acostumbrado a ese zumbido penetrante, que corta el aire, recorre la ciudad y atraviesa raudo los vanos de las ventanas ojivales de las torres de la catedral, cual si fuera el aullido lanzado por una gárgola de boca desencajada y cabeza disforme, siempre me sobrecoge como si lo oyera por primera vez. En mi habitación del asilo de ancianos se quiebra el silencio y, viejo poeta de la vida, presiento que el rugido de la sirena anuncia la llegada del ladrón del agua de la clepsidra.
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Ese ladrón que espera agazapado en todas las mentes, pero que sólo hace su aparición en contadas ocasiones, o quizás en más de las que creemos escondido tras rugidos y zumbidos tan imaginarios como reales.
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