Alrededor de las tres de la mañana del 27 de marzo de 1921, un fisiólogo alemán, llamado Otto Loewi, se despertó a raíz de un extraño sueño...
Como a menudo sucede en la vida de los científicos, tras reiterados y numerosos intentos frustrados por resolver un problema durante un largo tiempo (en el caso de Loewi fueron diecisiete años), aparece la solución en aquellos momentos en los que se está por completo desprevenido.
Las imágenes de un sueño, ese ámbito crepuscular de la conciencia, le sugirieron un experimento sencillo, muy simple, pero ingenioso. Los acontecimientos de las siguientes horas fueron sin duda esenciales y dieron lugar a un nuevo giro en su existencia. Además, los conocimientos que adquirió a partir de entonces le llevaron a obtener el Premio Nobel en 1936, señalando a su vez el inicio de la era moderna en el ámbito de las investigaciones que, desde 1921, han permitido lograr una comprensión básica de la manera en la que las sustancias químicas funcionan en el cerebro.
Para Loewi se trató de un golpe de suerte, dado que justo la noche anterior había tenido el mismo sueño, pero entonces confió en su memoria y en unas pocas anotaciones en un trozo de papel para recordar el experimento, yéndose otra vez a dormir. Y así, para su disgusto, a la mañana siguiente no fue capaz de desentrañar el significado de los apuntes que había tomado, dando por perdida la oportunidad. De modo que la segunda vez no dejó nada al azar. Se levantó y llevó a cabo el experimento en ese mismo momento...